Mientras estaba redactando estas líneas se produjo una anécdota digna de ser reseñada. Una patera alcanzó la playa de una costa española. En ella viajaban un grupo de emigrantes y entre ellos, un bebé de seis meses con su madre.
Se daba la circunstancia que el pequeño se encontraba deshidratado y a su madre se le había cortado la leche debido al esfuerzo del viaje. Una mujer, que también era madre de una niña de escasos meses y estaba tomando el sol en aquella playa, habiendo presenciado la escena, se acercó al grupo y se ofreció para amamantar al bebé. Éste se enganchó con fuerza a aquel pecho adoptivo y quedó saciado…
Las autoridades de la localidad en la que ocurrieron los hechos decidieron condecorar a la mamá adoptiva por su labor humanitaria. Unas horas después del suceso la mujer afirmó en televisión que al principio tenía miedo que el bebé la rechazara, pero que en cuanto empezó a mamar lo sintió como si fuera hijo suyo. Sirva esta tierna anécdota como introducción al tema de la comida.
La primera relación que tenemos con los alimentos se da en el seno materno, dónde captamos todas las substancias que nuestro cuerpo necesita. Cuando salimos de él nos espera -en la mayoría de los casos- la leche materna, por lo que seguimos manteniendo un estrecho contacto con la persona que nos ha estado alimentando durante nueve meses.
A medida que crecemos, los cuidados de los padres van menguando –al principio nos trituran los alimentos y nos dan de comer, y más tarde nos ofrecen unos euros para que vayamos al Burger, sin menoscabo del amor que sienten hacia nosotros. Más bien parece que van dejando un espacio entre ellos y nosotros para que seamos capaces de definir nuestros gustos, para que sepamos lo que queremos y para que finalmente aprendamos a conseguirlo con nuestros propios medios.
Podríamos decir, en cierto modo, que los cambios en los hábitos de la alimentación equivalen a cambios en la forma de percibir la vida, lo que viene del exterior, lo que nos alimenta. Así diríamos que un niño que se nutre exclusivamente con arroces, pastas y patatas fritas, puede tener tendencia a creer que los recursos con los que va a abastecerse en el exterior son limitados y ello restringirá sus posibilidades.
En cambio, una persona con una alimentación amplia y equilibrada tendrá probablemente mejores perspectivas ya que si le falta un ingrediente, sabrá que dispone de muchos otros para confeccionar su guiso, para realizar su obra. Quizá podríamos deducir de todo ello que si a uno le aburre o le disgusta la vida que está llevando, un cambio de dieta es susceptible de aportarle nuevas energías o una visión distinta de lo que está viviendo. Es cuestión de probar…
Según afirmaba Kabaleb en su libro “Cómo descubrir al maestro interior” (Ed. Arcano Books) la comida física simboliza el alimento espiritual. Aplicando esta idea pueden extraerse conclusiones muy jugosas.
El tipo de manjares que a uno le sirven, la forma de prepararlos y presentarlos, la apetencia o rechazo que producen en el consumidor, todos esos detalles constituyen una suculenta fuente de información subliminal acerca de los personajes implicados.
El principal punto de avance del ser humano se basa en la toma de conciencia, es decir, en comprender la realidad que se está viviendo y aplicarle al conocimiento y el sentido común. Partiendo de esta premisa, comprenderemos que es preciso sensibilizarse acerca de la importancia de preparar la comida con amor, con dedicación y con esmero, ya que si el cocinero se encuentra alicaído o de mal humor en el momento de llevar a cabo la transformación alquímica de los alimentos, transmitirá su estado anímico a todo el que coma de su puchero.
Por ejemplo, la dueña de uno de los restaurantes más exquisitos y concurridos del extrarradio madrileño le contó a Soleika (mi hermana) su secreto mejor guardado: energetizaba con Reiki (es una técnica japonesa de transferencia de energía curativa por imposición de manos), o sea con amor, todos sus platos.
La forma de comer de cada persona expresa en cierto modo su personalidad. Por ejemplo, comer con las manos puede ser el reflejo de una necesidad de palpar las experiencias (simbolizadas por la comida) de forma directa, o sea de aproximarse más a la realidad que uno está viviendo, acercándose a las consignas de Santo Tomás, que necesitaba ver para creer.
En ese sentido, los cubiertos serían algo parecido a un intermediario entre la persona y su comida, lo cual ayudaría a tener más perspectiva.
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Fuente: Regenerative Wellness